Waylon Jennings, sentimiento fuera de la ley

“En el viejo Oeste de la música popular, sus canciones dejaron una señal irremplazable. Country con sabor a Texas, de orgullo herido y condición de supervivencia. Música que mitifica después de muerto, pero que responde a una premisa: nada merece la pena si no se siente.”

Siguiendo con su serie, de los Forajidos del rock, Fernando Navarro nos acerca este mes a la figura de Waylon Jennings, uno de los mayores renovadores del country y componente del grupo de los “outlaws”, los fuera de la ley.

“Cuando un hombre alcanza la fama con el revólver, debe seguir matando. Ya no puede parar”.
Cowboy (1958), dirigida por Delmer Daves.

Cuando hoy se habla de música country, se ven los premios que la industria concede a los nombres del género o uno se pasea por las calles de Nashville con sus emisoras que antaño fueron faros en el horizonte, parece como si la figura de Waylon Jennings nunca hubiese existido. Es difícil encontrar tanto turrón caducado en la otrora gran despensa de la música norteamericana. Ante la situación, es casi imposible no imaginarse al disidente Jennings desenfundado su guitarra y diciendo todo lo que tenía que decir. Acordes y palabras. Música relevante. Y algo que diferencia al forajido del resto, al artista del simple músico, al solitario Waylon de cualquier mazapán que hoy desfila por las ondas del country comercial: actitud.

En el mundo de la industria discográfica, Waylon Jennings no era un hombre de ley, pero jugaba siempre con sus reglas. Basta escuchar pequeños himnos como ‘Mamas don’t let your babies grow up to be cowboys’, ‘Are you sure Hank done it this way?’, ‘Amanda’ o ‘Rainy day woman’ para apreciar en el mismo tuétano como este cantante era un hombre hecho a sí mismo, sin concesiones a la galería y siempre excavando en su espíritu. Pocos músicos en el country han trazado un camino tan personal como aplaudido por todos. Más de 15 números uno en las listas del género y millones de discos vendidos certifican que el cantante fue bien acogido durante años, aunque fuera un destacado miembro del movimiento “outlaw” y terminase alejado del entorno que lo encumbró, huyendo de todo, recluido en Arizona.

Nacido en un pueblo de Texas en 1937, Jennings era el primogénito de un matrimonio de granjeros al que la escuela no le motivaba y poco a poco, a edad muy temprana, se fue enganchando a la música que pinchaban por la radio. El respetado programa radiofónico “Gran Ole Opry” se oía a menudo en su casa. Las canciones de Hank Williams, Jimmy Rodgers, Ernest Tubb o Carl Smith inundaron su cabeza y de ahí pasó a trabajar de joven por distintas emisoras donde ejerció de locutor. Pero su carrera musical arrancaría cuando se cruzó con Buddy Holly, quien le instaría a grabar sus primeras canciones y le llamaría para girar con él como bajista. El genio de las gafas de pasta le enseñó a amar la profesión y le instruyó en los secretos para hallar una confluencia de estilos con el fin de crear uno propio. Si Holly fue capaz de otorgar al primigenio rock un ropaje pop, Jennings insuflaría al tradicional country un latido rock.

Con Holly protagonizó uno de los episodios más recordados de la historia de la música popular estadounidense. Era febrero de 1959 y Waylon cedió su sitio al cantante The Big Bopper en la famosa avioneta que acabó con su vida, con la de Buddy Holly y con la de Richie Valens. El aparato se precipitó sobre Clear Lake y todos murieron. Tras el trágico suceso, Jennings nunca se quitó de la cabeza ese día, ese avión y esa frase que le dijo a Holly en tono de guasa cuando este le dijo que se le helaría el culo en la furgoneta: “Espero que tu maldito avión se estrelle”. Maldita la broma. Le persiguió toda su vida, aunque el lamentable hecho fue como un punto de inflexión en su carrera profesional. A partir de ahí, el músico tejano despuntó en sus conciertos y llegó a grabar su primer álbum. Fue su salto a Nashville, meca del country.

En Nashville, estuvo a las órdenes de Chet Atkins en el sello RCA. Ambos conectaron pero Jennings siempre le echó en cara su visión ejecutiva del asunto musical pese a cosechar bajo su paraguas parte de su obra más significativa y hacerse un importante hueco en el panorama nacional. Pero allí, en Nashville, sobre todo, formó parte del movimiento de los fuera de la ley, de los “outlaws”. A la altura de Johnny Cash, Merle Haggard o Willie Nelson, Jennings era un inconformista, un forajido de raza, un músico con un reconocido propósito artístico.


A mediados de los sesenta, el sonido de Nashville perdió en raíces para acercarse a un tono suave, de fácil escucha, cercano con el pop de las ondas, que tenía destacados defensores en productores como el poderoso Atkins. Era un country dócil, sin el pálpito de carretera y la experiencia humana que se le presuponían al género desde George Jones y Hank Williams. Al amparo de una desilusión generalizada y creciente en una generación de jóvenes músicos que componían con la idea de contar historias y salirse de los márgenes de una industria estrecha de miras, el “outlaw movement” nació como respuesta a esa dulcificación. Los “outlaws” ponían su mirada en Texas, tierra del honky tonk, nervio puro para remover el cuerpo con un buen relato. Por encima de las decisiones empresariales, buena parte del público los acogió con los brazos abiertos.

En tiempos de crisis y desamparo, el oyente, como el lector, suele acudir a lo que ofrece más seguridad emocional y el country más auténtico servía de refugio en los setenta para el ciudadano medio estadounidense. Esa década fue un periodo traumático para el país. Como se cuenta en “Breve historia de Estados Unidos”, de Philip Jenkins, los telespectadores norteamericanos contemplaron el inolvidable espectáculo de los aterrorizados refugiados que intentaban escapar de Saigón en los últimos helicópteros de Estados Unidos, que había caído ante los comunistas en Vietnam y Camboya. A la deplorable situación en el exterior, se sumaba la crisis del petróleo tras la guerra del Yom Kippur, que llevó a millones de estadounidenses a hacer colas para conseguir algo de gasolina, y una estructura interna podrida ejemplificada con el escándalo de Watergate, que sentenció a Richard Nixon y disparó la desconfianza social con la clase política hasta límites nunca vistos. Fallando la economía y los cargos públicos, a mediados de los setenta, había pocas cosas a las que acogerse, y una de ellas era la música, el country que, con sus historias y su imagen tradicional, aportaba el sentimiento necesario de confianza y familiaridad. Los “outlaws” eran el fiel reflejo de los hombres que no fallaban: con su imagen de proscritos, parecían caminar su propio camino fuera de la decadente élite política y social mientras tenían sus propias reglas de estilo, poniendo más sangre a las composiciones y añadiendo rudo honky tonk allí donde había un tazón de azúcar.

En 1973, Jennings había publicado su excelente, “Honky tonk heroes”, y, al hacer equipo con Willie Nelson, ayudó a la explosión del sonido de los nuevos proscritos en sencillos como ‘Good hearted woman’, publicado en 1976, o, especialmente, con el álbum “Wanted: The Outlaws”, grabado con el propio Nelson, Tompall Glaser y la esposa de este, Jessi Colter. La declaración de principios a todas voces llegó dos años después con el gran éxito que Nelson y Jennings consiguieron con el tema, ‘Mamas don’t let your babies grow up to be cowboys’. Fueron años de reconocimiento y perspectiva sin perder la esencia y la emoción del mejor country.

Algo que no tuvo en los ochenta. La década de la consolidación de la música disco y de los sintetizadores lastraron sonidos desnudos como los del country. Y Jennings no salió ileso de esa avalancha de producciones de despacho y chequera. Además, fue víctima del consumo de cocaína. Su adicción a las drogas le machacó y le dejo sin un dólar. Fue el comienzo de un largo declive que terminó en los noventa, pese a formar parte en 1985 de los Highwaymen, el supergrupo integrado por Johnny Cash, Willie Nelson, Kris Kristofferson y el propio Jennings. Alcanzaron el número uno con la versión del tema de Jimmy Webb, ‘Highwayman’, siendo un airoso intento de devolver a la country music algo de dignidad y raíces en un mercado cada año más saturado de productos prefabricados.

Pero Jennings era ya como un fantasma del pasado y decidió recluirse en el desierto de Arizona. Cuando Nashville se hizo como un parque de atracciones, el músico de Texas intentó seguir disparando con su música, pero ya no producía la misma resonancia. No dejó de grabar ni dejó de girar. Tristemente, su relación con Nelson, que borró de su cuenta parte de los años con él, se esfumó en el maremágnum del tiempo. Sin apenas dinero ni el calor del gran público, Jennings pasó sus últimos años de vida en una silla de ruedas hasta que murió en 2002. Se acabó la munición. Pero, en el viejo Oeste de la música popular, sus disparos, a modo de canciones, dejaron una señal irremplazable. Country con sabor a Texas, de orgullo herido y condición de supervivencia. Música que mitifica después de muerto, pero que responde a una premisa: nada merece la pena si no se siente.

Texto de FERNANDO NAVARRO publicado el 5 Dic, 2010 en la categoría Forajidos del Rock, Retrovisor, Revista Efeeme.com